Desempolvando unos cajones rescato del olvido unas fotografías de mi infancia, entre ellas ésta en la que aparecemos mi hermano y yo posando para una de aquellas antiguas y entrañables estampas navideñas donde, a las puertas de un conocido centro comercial, a los niños de la época nos hacían retratar nuestros padres; él con el rostro desencajado entre las recias patas de un Baltasar quizá no tan viril como aparentaba, cosa que explicaría la mueca de espanto del segundogénito, y yo sobre el regazo de una de una de las jóvenes y bellas pajas (pajes hembra, quiero decir) que lo jalonan. Afortunado de mí. En aquellos ya lejanos años se las veían y deseaban para encontrar individuos de raza negra que participasen en las numerosas cabalgatas de la noche de Reyes que se celebran en este país y por ello se recurría a menudo al tizne de manos y rostro de lechosos individuos autóctonos o bien a personal de embajadas de países africanos o a alguno de los escasos vendedores ambulantes que entonces pululaban por las costas de nuestro país durante el verano intentando endosar a los veraneantes su infumable quincalla étnica. De entonces, creo, me viene la ojeriza hacia los subsaharianos, auténticas moscas cojoneras de nuestras playas. Ahora das gracias si no te topas cada 15 segundos con algún batusi herrabundo zanganeando por cualquier pueblo o ciudad, cuyo principal entretenimiento parece consistir en pasear en pareja o en grupos de tres con las manos en los bolsillos y una gorra enfrascada hasta los arcos supraciliares, mirando con auténtica fruición y sin ninguna discreción traseros femeninos, sin hacer asco siquiera a las esteatopígicas y deformes retaguardias de las albóndigas socarradas del trópico americano. Y uno no puede más que sentir una tremenda melancolía, claro.
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