Últimamente la prensucha española ha pretendido azotar nuestras conciencias con las escandalosas ejecuciones de un preso negro y otro indio, ambos acusados de asesinar a un buen puñado de seres humanos cuyas muertes violentas jamás merecieron en cambio un triste titular por estos pagos.
Cuando fue ejecutado Stanley Williams se apeló a la presunta rehabilitación del coon, que dedicóse a matar las largas horas que pasó en el corredor de la muerte escribiendo unos librejos en los que al parecer exhortaba a los jóvenes de su país a no seguir sus pasos. Pero la hábil treta del ciudadano de color no convenció al implacable Rainier Wolfcastle -digo, Arnold Schwarzenegger-, gobernador del estado de California, quien mostró por Williams la misma piedad que éste había sentido por sus víctimas, es decir, ninguna. Y aún se pudo ver a algún capullo con una pancarta que rezaba: basta de ejecuciones racistas. Pues no. El negrata recibió su merecido por asesino, no por su color de piel.
Días después le aplicaban la inyección letal a un indio anciano, sordo, ciego y postrado en una silla de ruedas, también en la jurisdicción del cachas austriaco, volviéndose a repetir la misma letanía por parte de las escandalizadas plañideras del porro y la melena. Y también en esta ocasión mereció más atención que despachasen a la piltrafa apache, de nombre Clarence Ray Allen, que el espeluznante hecho de que hubiese asesinado a una persona y que posteriormente mandase liquidar a los tres molestos testigos cuyos testimonios fueron decisivos para que el indígena diese con sus huesos en la cárcel. Pecata minuta.
Pues lo dicho: que os den.
Cuando fue ejecutado Stanley Williams se apeló a la presunta rehabilitación del coon, que dedicóse a matar las largas horas que pasó en el corredor de la muerte escribiendo unos librejos en los que al parecer exhortaba a los jóvenes de su país a no seguir sus pasos. Pero la hábil treta del ciudadano de color no convenció al implacable Rainier Wolfcastle -digo, Arnold Schwarzenegger-, gobernador del estado de California, quien mostró por Williams la misma piedad que éste había sentido por sus víctimas, es decir, ninguna. Y aún se pudo ver a algún capullo con una pancarta que rezaba: basta de ejecuciones racistas. Pues no. El negrata recibió su merecido por asesino, no por su color de piel.
Días después le aplicaban la inyección letal a un indio anciano, sordo, ciego y postrado en una silla de ruedas, también en la jurisdicción del cachas austriaco, volviéndose a repetir la misma letanía por parte de las escandalizadas plañideras del porro y la melena. Y también en esta ocasión mereció más atención que despachasen a la piltrafa apache, de nombre Clarence Ray Allen, que el espeluznante hecho de que hubiese asesinado a una persona y que posteriormente mandase liquidar a los tres molestos testigos cuyos testimonios fueron decisivos para que el indígena diese con sus huesos en la cárcel. Pecata minuta.
Pues lo dicho: que os den.
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