El sábado pasado me voy en busca de una playa algo alejada de la ciudad; de hecho a 34 Km. de Valencia. Ingenuo de mí, pensaba que allí me libraría de la peste parda. Pero nada más llegar compruebo que hay más negros deambulando de arriba a abajo cargados con DVDs pirata que bañistas. Y eso que la jodida playa tiene 15 Km. de larga. Para quien no lo sepa, antes los negros eran unos individuos pintorescos que aparecían por las costas españolas al llegar el verano y que se dedicaban a la venta ambulante. Solían ser unos tipos salados que se habían aprendido de carrerilla aquello del bueno, bonito, barato, que al menos esbozaban una sonrisa de vez en cuando y vendían gafas de sol, pareos, etc. Nada de mercancía ilegal, como hacen los subsajas circunspectos de ahora. Bueno, pues uno de éstos caminaba por entre la muchedumbre ahíta de sol observando embelesado las desnudas turgencias de una chavala que practicaba el tenis de playa con su novio, aunque eso al negro se la traía al pairo. El africano se la comía con los ojos y como éstos estaban fijos en el hipnotizante bamboleo de las ubres de la moza, casi se traga mi sombrilla. ¿Disculpas? Ni por ahí te pudras.
Como cualquiera sabe, lo primero que hace uno al llegar a un arenal costero es plantificar el parasol, para lo que se debe practicar un hoyito algo profundo para que la brisa marina no se lo lleve en volandas. Y hete aquí que en plena faena me topo con un inconfundible zurullo canino, oscuro y reseco. Maldigo al amo del chucho, porque como también todos los playeros deberían saber, en las playas está terminantemente prohibida la presencia de perros, aunque estoy convencido de que los que caminamos a dos patas ensuciamos mucho más que el más incontinente de los cuadrúpedos. Y coincidencias de la vida, ya al caer la tarde hacen acto de presencia un par de eslavos que traen a sus canes a remojarse en el mar. Con un par, sí señor. Y eso que tienen cartel bien grande con un dibujito de la cabeza de un perro enmedio de una señal de prohibido. Pero que si quieres arroz, Catalina. No me extrañó que nadie les dijese nada, ya que la facha de sicarios sin escrúpulos que lucían los tipos disuadía al chulo con más redaños. Y es que luego me entero que en este pueblo costero se han comprado chalets y apartamentos en primera línea de playa mafiosos de media Rumanía. Otro lugar a añadir a mi lista negra.
Como cualquiera sabe, lo primero que hace uno al llegar a un arenal costero es plantificar el parasol, para lo que se debe practicar un hoyito algo profundo para que la brisa marina no se lo lleve en volandas. Y hete aquí que en plena faena me topo con un inconfundible zurullo canino, oscuro y reseco. Maldigo al amo del chucho, porque como también todos los playeros deberían saber, en las playas está terminantemente prohibida la presencia de perros, aunque estoy convencido de que los que caminamos a dos patas ensuciamos mucho más que el más incontinente de los cuadrúpedos. Y coincidencias de la vida, ya al caer la tarde hacen acto de presencia un par de eslavos que traen a sus canes a remojarse en el mar. Con un par, sí señor. Y eso que tienen cartel bien grande con un dibujito de la cabeza de un perro enmedio de una señal de prohibido. Pero que si quieres arroz, Catalina. No me extrañó que nadie les dijese nada, ya que la facha de sicarios sin escrúpulos que lucían los tipos disuadía al chulo con más redaños. Y es que luego me entero que en este pueblo costero se han comprado chalets y apartamentos en primera línea de playa mafiosos de media Rumanía. Otro lugar a añadir a mi lista negra.
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